Pbro. Rodrigo Misael Olvera Díaz

Diócesis de Xochimilco

Comentario al Evangelio

Queridos lectores: Se acerca la Navidad. Es el penúltimo domingo de Adviento, también conocido como el Domingo del Gaudete. Se le denomina así, porque la tercera semana de este tiempo litúrgico parece despertar, naturalmente, una sensación de cercanía al más grande acontecimiento en la historia de la humanidad. El Niño Dios, con su nacimiento traerá alegría al mundo. Por ello, en el texto de este domingo, Lucas pone por escrito una invitación a la conversión, la cual ofrece a los hombres el fruto del regocijo y la paz del corazón.

En efecto, durante la preparación para la Navidad, nos vamos dejando transformar por la experiencia de lo divino, porque nos hacemos partícipes de una nueva experiencia del Dios vivo en medio de la humanidad. De hecho, es la época en la que nos llegan distintos sentimientos encontrados de tristeza y alegría, incluso nostalgia. Hay sensibilidad en el corazón, puesto que es la época en la que más damos regalos y nos reconciliamos con los demás. Juan el Bautista, también ha tenido esta experiencia de Dios, por medio de su estilo de vida en medio del desierto. Esa misma experiencia, el Bautista quiere trasmitirla con su discurso de conversión, a quienes se quedan expectantes ante tales palabras.

Tomando en cuenta el ejemplo de este Evangelio, ¿de qué condiciones y manías podemos librarnos, para tener una celebración más plena de la Navidad? Los cristianos tenemos la particularidad de preparar el camino a Dios, quien se nos quiere revelar y se nos da a conocer. Por eso, podemos descubrir aquí una característica nueva; que nosotros podemos entrar en relación con Dios no sólo porque lo queremos buscar, sino porque él nos ha buscado primero. Él se ha fijado primero en nuestra historia. Entonces tenemos este nuevo acceso, justamente porque Dios sale a nuestro encuentro durante el Adviento. De esta manera, la pregunta del Evangelio de hoy: “¿Qué debemos hacer?”, durante este tiempo, se convierte para el cristiano en un modo de ser, haciendo que el hombre viva de cierta manera, imitando a Jesús.

Si decimos que, la meta de todo cristiano es asemejarse cada vez más a Cristo, entonces el hombre debe abrir el corazón a Dios, para dejar que actúe en la vida de cada uno. Esto no se refiere solamente en el ámbito meramente espiritual, sino, en todo lo que abarca el ser de la persona, pues estamos conscientes de que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. En este sentido, valdría la pena que contemplemos en Jesús la figura realizada del ser humano. El Papa Juan Pablo II, en su encíclica Redemptor Hominis dice que: “Cristo redentor, revela plenamente, el hombre al mismo hombre. Tal es, si se puede expresar así, la dimensión humana del misterio de la redención”.

Reconociéndonos cristianos, no se nos puede olvidar que somos humanos. Es decir, somos personas limitadas, pero gracias a nuestra participación en el Bautismo, contamos con la gracia de Dios para llegar a la plenitud, dándole un sentido a nuestra vida. Nuestro modelo de vida ha de ser Cristo, y en Él, la sociedad debe fundar todo tipo de humanismo, un humanismo cristiano, que es capaz de dar una de sus túnicas al mundo, para contemplar las necesidades de los más necesitados, cobrar lo justo a quien nos debe y no denunciar falsamente a nadie, tal como lo pide el Evangelio de este domingo.

Hermanos, hemos sido redimidos. El Verbo al hacerse carne, ha conocido la miseria humana. Sin embargo, no solo la conoció y la asumió, sino que la redimió sin perder su categoría de Dios, no por mera obligación, sino con total libertad y amor. Por eso, la grandeza del hombre ha de radicar en la vivencia de su humanidad. Dios nos quiere bien humanos. El precio de vivir siendo cristianos, no es dejar de ser hombres, sino de vivir humanamente, siguiendo el ejemplo de Cristo en todas las circunstancias de nuestra vida.

Él nos quiere tan humanos y tan divinos a la vez, que nuestro empeño constante debe mirarlo a él, en el pesebre, en la cruz y en el sagrario. Juan el Bautista, también presenta a Jesús como modelo. Él se autodenomina precursor del Mesías, puesto que sólo viene a preparar el camino de quien ha de bautizar con el fuego de Espíritu Santo. En ello, implícitamente, da algunas cualidades a Cristo, el Señor. Si hablamos de las virtudes humanas de Jesús, manifestadas en este y en los demás evangelios, particularmente en los sinópticos, descurbrimos a un Jesús, leal, sincero, amable, generoso, sencillo y dinámico. Todas estas cualidades están relacionadas en perfecta armonía. Jesús siempre se mostró abierto, hablaba con claridad y sencillez. Sus conceptos eran respondidos con veracidad y sinceridad, propias de su manera de ser y de la lealtad de su corazón. Juan el Bautista también lo hacía, pero reconoce que hay otro que es la plenitud; Cristo. Todo esto responde a la pregunta del ¿qué debemos hacer?

Sabemos que la personalidad de cada ser humano es única. Sin embargo, no podemos quitar el hecho de lo que nos han heredado. La familia y la sociedad, van dándonos un tipo de personalidad, la cual se va puliendo conforme nos vamos conociendo, ya sea extrovertidos o tímidos, despreocupados o aprensivos. Esto irá afectando nuestra vida moral, ya sea que con facilidad desarrollemos las virtudes humanas o que por vivir una apariencia que no corresponde a la nuestra, frustremos el plan que Dios tiene para nosotros, lo que nos llevaría a no actuar en libertad y caer en la hipocresía.

Dios necesita de nuestra personalidad para llevarnos por caminos de santidad. Nosotros debemos ser tierra fértil que se ha de cultivar. Basta quitar con paciencia y alegría las piedras, es decir, los vicios y las malas hierbas, para que la gracia comience a dar fruto. Cada quien puede hacer rendir los talentos que ha recibido, a partir su sinceridad consigo mismo. Cada uno debe aceptarse tal como es y luchar con esfuerzo constante, por combatir aquello que no le permite ver a Dios, abandonándose en él y dejando que el Espíritu Santo forje su personalidad para reflejar el rostro de Cristo. Es tiempo de arrepentirnos y transformar el corazón.

La transformación del corazón, es un nivel de madurez humana. Se ve reflejado cuando se tiene un adecuado concepto de uno mismo, incluso si se trata de rasgos negativos. La cercanía entre lo que uno piensa que es y lo que realmente es, para poder transformar una realidad en nuestra persona. En ello influye decisivamente la sinceridad con uno mismo. También podemos mencionar el afecto sincero con los demás, el respeto a sus derechos, su comprensión y capacidad de crítica, sin dejarse guiar por prejuicios y una abierta facilidad para colaborar con los otros.

Para concluir, tomemos las palabras de la Segunda Lectura, de San Pablo a los filipenses. ¡Alegrémonos siempre en el Señor, porque ya está cerca! Está cerca el Dios que se hizo hombre entre los hombres. Imitemos llenos de gratitud sus acciones, para hacer de nuestra iglesia, cristianos más humanos, capaces de contemplar las necesidades de los demás y sentir compasión, como el Señor siente compasión de nosotros.

Domingo de Gaudete