Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
«El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo» (Sal 99). El cántico del salmista, ya de entrada, nos adentra en la dinámica de este IV Domingo de Pascua, mejor conocido como domingo del Buen Pastor.
Y para comprender mejor tal misterio, situémonos de nuevo en la visión de Juan, -segunda lectura de hoy- (Ap 7, 9. 14-17). En esta ocasión, se nos muestran imágenes muy atrayentes, como son: la de aquella numerosa multitud de hombres y mujeres, cuyo ropaje es refulgente gracias al baño que recibieron con la sangre del Cordero, así como las palmas que traen en las manos. Otra imagen –también, muy interesante- es la de aquel trono, así como la del anciano que anuncia al vidente que esos hombres y mujeres provenientes de distintos puntos de la tierra y de diversas razas y lenguas, han pasado la gran persecución, el gran sufrimiento. Y finalmente, la imagen del Cordero, que se halla sentado en el trono y que, a la vez, es el Pastor de toda esa multitud que ha perseverado en las pruebas y ahora están delante de él, alabándolo y sirviéndolo día y noche. Todo este escenario pascual, busca ceñirnos en las coordenadas del Reino de los cielos, allá donde habita el Buen Pastor y que comparte generosamente su morada con aquellos que en esta vida se dejaron guiar por la fidelidad y la obediencia a sus palabras.
Ciertamente, ellos ya no pasaran ninguna penuria, porque ahora se hallan en el lugar de la abundancia, de la paz y de la eterna felicidad. Sin duda alguna, la visión de Juan, es el cuadro perfecto de la Iglesia triunfante, cuyos miembros no pueden ser otros, que la asamblea de los santos que luego de un acalorado peregrinaje en esta tierra, no sólo hallaron gracia a los ojos divinos, sino que además de ello, como piedras vivas –según la lógica del apóstol Pedro- (1Pe 2, 5), se integraron a la construcción del Reino aquí en este mundo y ahora, son contados y considerados en la Patria Eterna. De ellos, dice el Salmo: «los que siembran entre lágrimas, cosechan entre cantares» (Sal 126, 5). Pues bien, este gentío glorificado, es el vivo rebaño de Aquel que a la vez, es Cordero y Pastor, Victima y Altar; Cristo Jesús, quien una vez sacrificado y resucitado, es el ícono perenne del triunfo del Bien sobre toda insidia malévola en el mundo y en los hombres.
Porque con su gloriosa Resurrección el Señor, verdaderamente ha triunfado y, participa de su triunfo a quienes le siguen con fidelidad a pesar de cualquier dificultad. En efecto, este rebaño es configurado, por el testimonio de aquellos que, renunciando a sí mismos, van en pos del Señor sembrando y viendo en la semilla del evangelio.
Esa incalculable multitud, porta una túnica blanca (Ap 7, 14). Pero, la blancura de su ropaje no le viene por naturaleza, más bien, la obtiene porque todos ellos, han sido lavados por la sangre del Cordero, o sea, por la sangre de Cristo y por el bautismo. Bien podríamos decir que la blancura de su ropa le viene por misericordia, por participación. Hablando en un plano estricto, se diría que si esos hombres y mujeres fueron bañados con sangre; sus vestidos estarían teñidos de escarlata, y sin embargo, al decir que su ropaje no es rojo, sino blanco, se nos está diciendo que aquellos, están plenamente identificados; sí, con la pureza, con el gozo y con la victoria, pero también, con quien los hace partícipes de esos dones, con el Dios de la vida, el cual, ha triunfado en medio de las tinieblas, brillando con su deslumbrante blancura y diciéndonos de nuevo que él «Es».
Así, él color blanco contiene un significado mayor, que no sólo busca decir que es pureza, gozo y victoria, sino que también, es vida, es Resurrección. En efecto, el Apocalipsis, como para hacer alusión al Resucitado dice de él que: «su cabeza y sus cabellos son blancos como la lana blanca, como la nieve…» (Ap 1, 14). Es el blanco el que, como color, ayuda a trasladarnos a un nivel divino trascendente, propio del Cristo glorificado.
El hecho de que la blancura del ropaje de la numerosa asamblea, le venga como fruto del baño de la Sangre del Cordero, indica también que ellos no son de sí, no están errantes, no adolecen de guía, no están huérfanos, sino que son del Cordero que es su Pastor, porque al ser bañados con su Preciosísima Sangre y con el bautismo, han sido sellados para formar un nuevo pueblo, un nuevo rebaño. Rebaño purificado. Rebaño glorificado. Rebaño eterno. Por eso, al decir que llevan túnica blanca se refuerza la idea, de que la blancura dice más de la resurrección que es la perenne victoria del Señor, que cualquier otra cosa.
Por esa razón, Juan añade que además del ropaje blanco, aquellos, llevan una palma en la mano. Si bien, la antigua tradición de la Iglesia dice que la palma es signo de éxito, de victoria; es también signo de fiesta. Jean Danielou, magnífico teólogo parisino, en su extraordinaria obra: “Los símbolos cristianos primitivos”, escribe que: “[desde la antigüedad] las palmas aparecen en monumentos funerarios judíos y cristianos, como símbolo de resurrección”, lo que significa que lo escrito por Juan, es una insistente referencia al misterio pascual de los cristianos, unidos indisolublemente al misterio de Cristo. Y todos esos vencedores alaban y sirven día y noche a su Señor, reconociendo que su salvación les viene del que es Cordero y Pastor.
La figura del Cordero que sentado en el trono: apacienta, cuida y sigue siendo refugio de aquellos que lo alaban en espíritu y en verdad (Jn 4, 23). Ellos «ya no sufrirán hambre ni sed... Porque el Cordero que está en el trono será su pastor y los conducirá a las fuentes de agua viva» (Ap 7, 16-17). El Cordero-Pastor, continúa siendo el punto de gravitación de los redimidos, y es que por él; todo toma rumbo, cobra sentido, aún en la gloria. Él, es la gloria. Por ello, conviene que “en este aquí y en este ahora”, comencemos a reconocerlo, a seguirlo, a amarlo, agradecer con nuestras obras, su bondadosa generosidad, de blanquearnos con su Sangre, de redimirnos por su Pasión y de llamarnos continuamente a renunciar a toda maledicencia, para apetecer la bondad suprema de su Amor. El Cordero y Pastor, sigue garantizando que su refugio es mejor y es más seguro para todos, que su Agua, no es el líquido que anestesia la sed de nuestro ser, sino que es manantial de vida eterna, de feliz trascendencia.
Decía, Von Balthasar: “los que en esta tierra siguen a Cristo como sus ovejas, aparecen como una multitud inmensa… que son apacentados y conducidos por él, hacia fuentes de agua viva. Pero la vida que se les da no es un estancamiento, sino algo que fluye eternamente; por eso, los que pertenecen al Señor ya no pasaran hambre ni sed”. Por tanto, vale la pena creer que aunque sigamos atravesando por varías calamidades, llegará el momento de ser refrescados con la gloria de la Victoria pascual que es la vida eterna.
Oremos pues, para que día a día blanqueemos nuestro corazón cumpliendo fielmente los mandatos del Señor, de modo que nuestro diario vivir nos lleve a decir con las obras: «El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo» (Sal 99). Él es nuestro Pastor y nosotros sus ovejas. Amén.